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Brasileño, pernambucano de Afogados de la Ingazeira, 56 años (viudo hay 11), 3 hijas, 4 nietas y un nieto, solitario, espiritualista

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domingo, 25 de outubro de 2009

AQUELLOS OJOS VERDES

AQUELLOS OJOS VERDES


¡No señor! De Deusinha no se puede decir esto que sea que intente disminuir el carácter o denegrirse el procedimiento, pues ella siempre exhibió acentuados dotes morales basados por bello y correcto equilibrio!

Era una desarrollada demonstración de desvelada afabilidad y impresionada jovialidad. Si a mí fuera concedida la gratificante oportunidad de, en un más largo relato, encarrilar poco a poco, de una en una, las calidades que ella sobejamente ostentaba, como, de hecho, conviene a la legitimidad de un reconocido prosista, quedaría debiendo finura por insigne tarea.

Criatura prendada estaba allí: de ostentada belleza e inspiradas virtudes tenía la lisura como principal referencia de adorno. Era un bien concluido modelo de graciosidad, esculpida bajo la inspiración de notable maestre creador.

Cuando niño hube vivido con los padres y hermanos por las parajes de la Guabiroba - donde plantaban café y batata -, cambiándose todos para el pequeña aldea cuando en ella, aunque niña ya grande, la flor de la juventud aún ni había desplegada botón.

Sus padres tuvieron cuatro hijos y sólo después nació ella, única niña. Hube crecido rodeada por las atenciones de todos, siempre abundante de mimos y afectos. Dengos y gracias se les derramaban de manos llenas, al que siempre correspondía con desembarazada solicitud, en la augusta serenidad del alma pura e inocente. Con la madre hube aprendido los cuidados con la casa y el dominio de los artes culinarias, sin nunca desatender de la apreciación por la propia belleza e higiene personal. Tenía una visible e innegable nobleza de sentimientos. Se llenaba del más vivo entusiasmo al vislumbrar el nacer del Sol, cuando el suave soplo matutino desviaba de su curso sólo para venir a acariciarle las delicadas feições; e culebrear sus delicadas madejas cuando seguía a camino de la escuela. Querida por todos los compañeros y por las profesoras, siempre tenía una palabra de cortesía para dispensar a los cuántos de ella se aproximaran, demostrando poseer una refinada y primorosa elocuencia que por la simplicidad a todos encantaba. Nada le dejaba abusada. Era como si una inagotable luz angelical estuviera recorriéndole siempre las venas. Suyo me gusta por la vida se hacía notar cada gesto y su rostro exhalaba una tierna energía, adornado que era por aliñados requintes de inefable belleza.

Contaba ya dieciséis años cuando, un bello día, al adentrar la sala de aula, encontró un poema escrito en hoja de cuaderno tiernamente doblada, en la cartera donde de costumbre se asentaba. Curiosa, leyó el poema:



Ojos que recitan poesías;

brillo del mar prestado;

colibrís esvoaçantes

buscándose alrededor.



Visión de muchos colores,

ventanas abiertas del alma,

el real y el sublime reunidos

en la misma serenidad.



Espejos cristalinos prisioneros

que a la moldura facial encantan;

líquidos poemas que se tornaran canciones.



Esmeraldas lapidadas

en la sencillez de un rostro cautivante;

sueños que parten rumbo al infinito,

pero retornan...



Comprendió que el poema fuera escrito para ella por alguien que la conocía muy bien, pues sus ojos estaban allí retratados con palabras tiernas y de la más dulce ternura. Releo poco a poco y, enseguida, guardó entre las hojas del cuaderno.

Después del término del aula, se dirigió para la salida, pero no fue abordada por nadie. Su virgen corazón ahora batía descompasado, como que reproduciendo el tropel de animales en destrabada carrera. Afloraba-se-le un sentimiento hasta entonces desconocido; algo inquietante, uno en un-sé-qué intraducible, mixto de euforia y deseo, o sería... No! Era indefinible. Era sí. Pero el ritmo cardíaco se hube acelerado; y su sangre, al recorrer las venas, parecía calentado por un fuego de llamas descontroladas.

Los días y semanas que se siguieron o anónimo poeta no aparece; e otro poema fue en vano aguardado. No en tanto, ella continuaba a experimentar espléndidas e intensas modificaciones. Sueños e devaneios dominaban ahora a aún inmaculada paisaje de sus sentimientos. Y el panorama que ahora enjergaba parecía alumbrado por la luz de mil soles resplandecientes...


AÑOS SE PASARON...


Ella se cambió para Oro Fino, pequeña ciudad próxima. Fue estudiar, quería ser profesora. Consiguió. Era propio de su espíritu educar almas e instruir intelectos, hube nacido para esto. Nunca se casó. La vivacidad de su arte llenaría plenamente su existencia. Avisté otro día, de lejos, al pasar por la Estación de Colectivos, allá en Oro Fino, cuando ella ya iba a embarcar en el autobús. La llamé. Ella miró y me reconoció. Esbozó una ancha sonrisita, gesticuló para mí con un gesto mono y entró en el vehículo. Pude notar que sus ojos aún eran dos intensas antorchas (esmeraldas lapidadas en la sencillez de un gesto envolvente), que iluminaban las veredas por donde ella seguía, ya que el alma estaba siempre al frente, apuntando el rumbo de un horizonte que sólo ella sabía identificar, sin nunca errar la dirección. Décadas transcurridas en un intenso apego a la vida habían dejado registro indeleble en la tez ahora rizada a maneras de cupineiro. Es asimismo. La mano del tiempo deja callosidades por donde pasa. Marcas del tiempo... Impiedosas recordaciones a producir arrobos de melancolía; una poesía de ningún modo declamada aún engasgada en la garganta...

Su mirar y su sonrisa tenían reavivado una llama ardiente conservada con insólito empeño; y ahora, frémitos de agonía sudada de bien-querer exponían los andrajos de un corazón aún fumigante. Avivaba una antigua pasión, nacida en un clima de sosiego que aún inquieta. Voy caminando melindreado, deseando apresurar el paso, introduciendo en mi paisaje íntimo una conversación solitaria, que interiormente adocica la comprensión, pero, coloca en polvorosa mis desalentados sueños. Me viene a la mente una de las canciones que ella siempre entonaba, cuando absorta en sus labores domésticos diarios:



“Hoy mi corazón está llorando,

está pidiendo para usted tornar;

su partida me dejó penando,

solamente la vuelta puede alegrarme.



Entristecida exalto mi cantar,

mientras espero su retornar;

si la distancia mueve melancolía,

su vuelta me hará soñar”.



Cantando ella embalaba en dulce suavidad todos sus pensamientos. Rememorar su cantilena es para mí una plegaria que alienta mis mutiladas esperanzas y ameniza mi desesperación.

Semana que viene voy a la ciudad de Oro Fino con mi sobrino, que va a resolver unos asuntos en el Departamento del Gobierno. Voy a quedar sentado en la Estación de Colectivos, esperando mientras él va allá. En la Departamento del Gobierno acostumbra tener mucha gente, la atención es tardada...


João Cândido da Silva Neto

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