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Brasileño, pernambucano de Afogados de la Ingazeira, 56 años (viudo hay 11), 3 hijas, 4 nietas y un nieto, solitario, espiritualista

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quinta-feira, 29 de outubro de 2009

El HOMBRE QUE CREABA MONSTRENGOS

El HOMBRE QUE CREABA MONSTRENGOS

Había un hombre muy malo que me gustaba perjudicar las personas y no era ni un poco educado y elegante en el relacionamiento con sus semejantes. Cultivaba pensamientos malignos, era muy vengativo y no aceptaba cualquier crítica o sugerencia de alguien que, notando su procedimiento equivocado, quisiera ayudarle.
Con el pasar del tiempo él fue haciéndose cada vez más agresivo con quién de él se aproximara y, gradualmente, fue distanciándose de todos, pasando a vivir muy solo.
Juzgaba sean diabólicas todas las criaturas y jamás profería una palabra que denotase comprensión, ternura o cariño. Su corazón no abrigaba sentimientos nobles y él no conseguía comprender que necesitaba modificar su modo de sentir y de pensar.
Un día él adormeció, solo como siempre, bajo un bosque frondoso, al margen de una carretera de tierra que conducía al alto de la montaña. Y buceado en relajamiento profundo, tuvo un sueño:
Observaba, con muy grande sorpresa, un hombre de mirar límpido y rostro agradable que pasaba caminando despreocupadamente en dirección a la montaña. Atrás del hombre, en fila uno a uno, perfilados, una porción de pequeñas criaturas que lo seguían, muy contentos, conversando animadamente entre sí. Eran pequeñas en el tamaño, tenían formas variadas, de colores vivos y agradables a los ojos. Todas tenían apariencia bella y atrayente e irradiaban una irresistible energía, tan tierna y suave que prendía el mirar y la atención de quien las contemplara. A muy coste él consiguió desprender el mirar de aquella escena tan inusitada. Quedando sentado decidió levantarse e ir atrás del hombre para inquirir sobre aquellas formas de vida que lo seguían con tanto regocijo y satisfacción. Pero no pudo. En su cerebro algo le decía que debía ir, pero una fuerza desconocida lo impedía, obligándolo a retroceder.
Por algunos momentos él se debatió entre la gana de seguir aquel hombre para saber de las pequeñas criaturas y la fuerza descomunal que le obligaba a actuar en contrario.
He ahí que, de repente, él se vuelve y ve, atrás de sí, un otro grupo de criaturas de variados tamaños, colores oscuros y negras, totalmente disformosas y de horrendas apariencias. Se mueven desordenadamente y cada movimiento suyo ellas corren a colocarse la a su espalda, en fila uno a uno, como que para acompañarlo.
Él despierta espantado. Un sudor frío le desciendo por el rostro. Siente el corazón batir en compaso acelerado. Las imágenes están bien vivas en su mente y, por primera vez, él se cuestiona intentando entender la razón de sueño tan insólito.
¿Por qué aquel hombre se hacía acompañar de tan bellas criaturas, mientras él tenía detrás de sí, las formas más horrorosas que alguien podría imaginar? La pregunta se repite insistentemente en su íntimo, repercutiendo y ampliándose hasta ocupar todo el espacio de los sentidos y del alma. En dato momento él mira con atención y percibe que en el sueño la carretera por donde el hombre hube pasado es exactamente aquella donde se encuentra. Avista al lejos la montaña en cuya dirección el hombre hube seguido. Siente una enorme gana de ir a la busca del hombre, pero decide aguardar. Ve, al lejos, una señora que trae en los brazos un niño pequeño envuelto en una cubierta rústica y ya vieja, desgastada por el uso constante. En los brazos de la madre el niño chora en voz baja, de hambre y de frío. Él percibe que la pobre mujer intenta conducir el niño al pecho, pero esa actitud maternal no alivia el padecimiento del pequeño ente. El niño sólo se consola por algunos instantes e inmediatamente vuelve a llorar.
Por primera vez él contempla una escena tan enternecedora. Siéntese tocado; le invade una compasión nunca experimentada. En un ímpeto él llama la mujer y le da el alimento que traía en su mochila.
Ella recibe, reconocida, el alimento y se sienta para satisfacer el hambre del hijo. Mientras madre y hijo sacian el hambre él atrapa su cubierta y, en una actitud tierna y cortés, la lanza sobre la espalda de la mujer de forma de proteger también aquella pequeña e indefensa criatura. El niño estira para sí la parte de la cubierta que le toca y esboza una sonrisa infantil de pura espontaneidad.
Al observar estas escenas él se deja tomar por la más pura y radiante sensación de placer y conforto espiritual. A pesar del frío él se hube deshecho de su aquejadora cubierta y, sin embargo, se siente contento. Después de saborear el alimento la mujer agradece repetidas veces y con el hijo bien protegido y adormecido en el pego sigue en dirección a la montaña. Él contempla, embebecido, aquella humilde mujer que sigue confinantemente con el hijo en los brazos. Si pudiera ver ahora notaría la desaparición de una de aquellas horribles criaturas que siempre lo acompañaron. Una única actitud benevolente, sincera y desinteresada fuera suficiente para destruir la tenebrosa figura del egoísmo. Aunque no consiga explicar él se siente feliz y satisfecho. Nunca hube recibido tanto en retribución a un poco que diera. Y sin incomodarse con el frío se acosta para dormir allí mismo, bajo el árbol frondosa, aún preocupado con el misterio del hombre de las bellas criaturas.
Mientras intenta busca el adormecer sus pensamientos divagan por extensiones variadas e longas. Examina todos los hechos de su vida, hasta la infancia. Le viene a la mente la imagen de su madre y entonces adormece oyendo las suaves palabras que ella le repetía siempre:
“... la felicidad general, mi hijo, no sólo el bien individual”.

MENSAJE: "Dígame con quién andas y yo le diré quién eres".
(Interpretación de la ley “El semejante atrae el semejante”).

João Cândido da Silva Neto

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